El
cruce de las avenidas Venezuela y Universitaria, en el Cercado de Lima, fue el
lugar elegido para iniciar el recorrido aquel día. El medio: una coaster de la
línea popularmente conocida como la “San Bartolo”. El fin: los ambulantes,
aquellos que día a día deben vivir el triste suplicio de tener que subir a un
micro y ofrecer caramelos, chocolates, frunas y demás productos baratos con el
único fin de “llevarse un pan a la boca”, como dicen ellos mismos intentando
conmover a sus “involuntarios” oyentes.
Porque
ese es el único modo posible, que ven ellos, de subsistir en esta selva de
cemento que es la ciudad, en especial la salvajemente poco solidaria y harto complicada
Lima, en donde cada quién baila con su pañuelo y prácticamente
nadie daría un centavo por el bienestar del prójimo.
Llegamos
a la plaza Bolognesi. Eso significa que, en adelante, estaremos internos dentro
del infernal atolladero que significa el tráfico por esa zona de la capital. Sin
embargo, ello no significa, como normalmente sucede con cualquier usuario del
transporte público, un problema, sino, la oportunidad de que alguna de esas
personas por las que iniciamos el viaje aparezcan.
Y,
avanzando unas pocas cuadras, en el Paseo Colón, abordó el auto una mujer que
llevaba consigo un “envase” de tecnopor que servía para conservar la temperatura
de los helados, que aquella señora ofrecía de la marca “Lamborghini”. Subió,
ofreció su mercadería, tan solo una persona le compró un helado, y se retiró
sin inmutarse ante esta adversa situación. Toda una mujer digna ella.
Al
fin subió la persona que tanto buscábamos. De estatura mediana y de contextura
ligeramente gruesa. Era un hombre que vivía de la venta de detalles y
accesorios hechos de alpaca. Su discurso previo al ofrecimiento del producto en
venta era como un calco de cualquier floro que se puede escuchar al viajar
todos los días. Sin embargo, nunca había escuchado frases del como “tengo
vergüenza de hacer esto, pero no me importa, pues mi prioridad es llevarle el
pan a la boca a mis hijos”. Lo común era oír cosas que hacían alusión a la “honradez”
del ambulante- ex reo- por dedicarse a
la venta en vez de ir a robar.
El
señor era un padre de familia, tenía dos hijos. Debido a sus carencias
económicas, era indocumentado. Debía de ser chiclayano, pues lucía una gorra
del Juan Aurich, equipo de arraigo en tal ciudad. Luego del típico “cuánto le
cuesta, cuánto le vale” pasó con la paciencia de un monje a ofrecer sus
cadenitas. Tan solo una persona le compró, pero, al parecer, eso fue
suficiente. El “gracias”, acompañado de una radiante sonrisa, y el añadido
“Dios le bendiga” denotaron, pues, que, realmente, sentir una mano amiga, que
de alguna manera te haga sentir apoyado, es lo más gratificante que puede
sentir una persona que se encuentra sumida en el abandono y el desamparo total
por parte de esta sociedad del individualismo.
El
viaje siguió por un largo tiempo más y por una distancia mucho mayor, pero en
la coaster no se embarcó un solo vendedor ambulante más.
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