Cementerio. Lugar solitario. Lugar inhóspito.
Lugar donde lo único seguro de encontrar es la muerte, representada en miles de
tumbas, agrupadas en cientos de bloques, cuyos epitafios revelan la nostalgia y
la resignación de tener que entregarles a ella al ser –de repente- más querido.
Pero, ¿quién se encarga de que aquel lugar
del reposo eterno sea para sus perennes habitantes un sitio algo más acogedor?
Lo más probable es que ninguno de nosotros haya reparado en aquellos
hombrecillos andrajosos que se pasan el día entero andando de pabellón en
pabellón con una extensa escalera, una botella de agua y un balde sucio en el
que se hallen una escoba vieja y su recogedor.
Llegamos al cementerio «El Ángel» de Barrios
Altos. Era ya algo tarde. Luego de que un vigilante nos advirtiera que dentro
de poco cerraban la puerta, apuramos el paso hacia el interminable laberinto.
Allí encontramos a Raúl, un hombre ya
entrado en años, que todos los días llega desde tempranas horas a intentar
mantener en dignas condiciones los pabellones que le corresponden.
Él cuenta que hay mucho trabajo por hacer.
Las horas van pasando y quedan cortas cuando se trata de sacar los restos de
flores marchitas dejadas por los escasos visitantes, cuando es imposible darse
abasto para limpiar y sacudir el polvo en tan extensa área. Imagino que,
después de festividades como el Día de los Muertos, la chamba debe ser
realmente dura.
Es la hora del cierre del camposanto, las 5
de la tarde. Es en este momento donde puede tomarse un respiro, que
aprovechamos para escucharlo atentamente. Sus facciones no hacen más que denotar
el evidente cansancio que debe estar sintiendo en su ya no tan juvenil cuerpo.
-Nosotros no tenemos ningún sueldo- dice en
un tono ligeramente quejoso. –La Beneficencia de Lima no se encarga de eso. El
dinero que ganamos lo sacamos de las familias que nos dan una propina por
limpiarles un nicho para que puedan colocar allí a sus muertos- explica.
Son ya las 5:30 pm. y lo dejamos solo en su
pabellón, San Eugenio. Era evidente que, así como nos demoramos en llegar a él
desde la calle, también nos demoraríamos en regresar a ella. Salir de una
sucesión de nichos que se intercalaban con tumbas mientras el cielo ya empezaba
a oscurecer nos inquietaba. Por suerte, la puerta continuaba abierta y, hasta que nos
terminamos de ir, no se mostraban indicios de alguna persona con intención de
impedirle el paso a cualquier aventurero que quisiera aún ingresar.
Nos fuimos, sabiendo que, aun caída la noche,
la labor de este respetable caballero todavía no había terminado, porque, como
nos contó, entre sus funciones estaba la de vigilante nocturno, pues debía
expulsar de su centro de trabajo a cualquier drogadicto que quisiera invadirlo.
Me quedé personalmente con la interrogante de cómo lo conseguiría. Dudo mucho
que por la fuerza.
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